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Cuando era joven y empezaba mi carrera como investigadora, ocurrió algo que me cambió la vida. Estaba obsesionada por comprender cómo la gente se enfrenta al fracaso y decidí estudiarlo observando a los alumnos mientras intentaban resolver problemas difíciles. De manera que me llevé a los niños uno a uno a un aula de su colegio, hice que se sintiesen cómodos y les di una serie de rompecabezas para resolver. Los primeros eran bastante fáciles, pero los que seguían eran más difíciles. Conforme los alumnos refunfuñaban, sudaban y se esforzaban, yo observaba sus estrategias e investigaba lo que pensaban y sentían. Esperaba que hubiera ciertas diferencias entre los niños y en el modo en que afrontaban las dificultades, pero vi algo que no me hubiera esperado nunca.

Un chico de diez años, que se enfrentaba con los rompecabezas difíciles, acercó su silla, se frotó las manos, chasqueó los labios y dijo en voz alta:

—¡Me encantan los retos!

Otro, que sudaba mientras intentaba resolver uno de los más complicados, miró hacia arriba con una expresión complacida y dijo con autoridad:

—¿Sabes?, ¡estaba deseando que fuera un juego educativo!

«Pero ¿qué les pasa?», me preguntaba. Siempre creí que te enfrentas al fracaso o lo rehúyes, pero nunca me imaginé que a alguien le encantase el fracaso. ¿Acaso esos niños eran de otro planeta, o estaban maquinando algo?

Todo el mundo tiene un modelo que imitar, alguien que nos señaló el camino en momentos decisivos de nuestra vida. Esos niños eran mis modelos a imitar. Era evidente que sabían algo que yo ignoraba, y estaba decidida a averiguarlo para comprender qué clase de mentalidad puede transformar un fracaso en un don.

¿Qué era lo que sabían? Sabían que las cualidades humanas, como las habilidades intelectuales, pueden cultivarse por medio del esfuerzo y eso es lo que hacían: volverse más listos. No solamente no les desanimaba el fracaso, es que ni siquiera pensaban que estuviesen fracasando: creían que estaban aprendiendo.

Yo, por otra parte, tenía la creencia de que las cualidades humanas eran algo tallado en piedra, inamovible. Uno era inteligente o no lo era, y fracasar significaba que uno no era inteligente. Así de simple. Si uno podía conseguir los éxitos y evitar los fracasos (costara lo que costase), podía seguir siendo inteligente. La lucha, los errores, la perseverancia nunca fueron parte de este asunto.